Era al comienzo de 1921. Los largos años de guerra mundial, de revolución y de guerra civil debilitaron a Rusia hasta el extremo (de la extenuación) y pusieron al pueblo en la pendiente de la desesperación. Pero la guerra civil terminó: los numerosos frentes fueron liquidados, y Wrangel —la última carta de la Entente intervencionista y de la contrarrevolución rusa— fue derrotado, concluyendo su actividad militar en Rusia. El pueblo esperaba con confianza una mitigación del severo régimen bolchevique. Se esperaba que los comunistas, terminada la guerra civil, aligerarían las pesadas cargas, abolirían las restricciones introducidas durante la guerra, instaurarían ciertas libertades fundamentales y comenzarían la organización normal de la vida. Lejos de ser popular, el gobierno bolchevique era, por el contrario, soportado por los obreros debido a su plan, frecuentemente anunciado, de emprender la reconstrucción económica del país tan pronto cesaran las operaciones militares. El pueblo estaba lleno de celo para cooperar, para prestar su iniciativa y su esfuerzo creador en la obra de reconstrucción del país arruinado.
Desgraciadamente, estas esperanzas fueron pronto frustradas. El Estado comunista no evidenció, de ningún modo, tener la intención de debilitar el yugo. Continuaba la misma política. La militarización del trabajo esclavizaba aún más al pueblo, y este se exacerbaba mas y más por la opresión creciente y por la tiranía. Tal estado de cosas paralizaba toda posibilidad de un renacimiento industrial. Desaparecía la última esperanza y se reforzaba la convicción de que el partido comunista estaba más interesado en conservar el poder político que en salvar la revolución.
Alexander Berkman
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