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lunes, 13 de marzo de 2017

Siglo XXI nº 20

Malos tiempos para el mundo en general. El retroceso en los derechos civiles y en las libertades, se manifiesta en todo su esplendor. Los más agoreros analistas ya lo predecían hace décadas; desde los años setenta expusieron muy claramente que o avanzábamos en la lucha contra el capitalismo o el fascismo se instalaría, irremediablemente en el siglo XXI.
En esas estamos y por ese camino vamos. No obstante, el análisis más que preocupante, desconcertante, es lo que ha ocurrido en este país en los últimos cuatro años. Para comprender el momento actual tenemos que retrotraernos a los años setenta y a la gestación de la Primera transición, es decir, la aceptación incondicional del sistema capitalista como epicentro de la vida económico-social, y a sus representantes franquistas como artífices del mismo. Esa entrada en la modernidad estuvo apoyada por fuerzas emergentes y sindicatos de relevancia: PSOE, PCE, CCOO, UGT, USO y liberales de toda laya.
Las condiciones por las que pasaba el país entonces eran más o menos las siguientes: crisis económica, crisis política del régimen franquista, represión, agitación social, falta de credibilidad de las instituciones, presión de los organismos internacionales, cuestionamiento de la monarquía, etcétera. Lo que se hizo para remediar todos estos males es bien sabido y no es necesario incidir en ello.
Cuarenta años después la historia se ha repetido, esta vez sin firmas visibles. Pero se ha vuelto a reforzar idéntico modelo y a los herederos de aquellos tutores.
Cuando aparece el 15M se produce una movilización importante de la sociedad ―más una agitación que una auténtica contestación―, que cuestionaba las instituciones y a sus actores de todos los colores. La credibilidad en su capacidad para cumplir con las demandas sociales era nula y así se manifestaba en las encuestas. La organización de la resistencia fue débil pero existía, y el Gobierno se atrincheraba en su búnker parlamentario, preparándose para lo peor, para una ofensiva de las clases más agredidas por los ajustes neoliberales. Quizá la situación no fuera para tanto; sin embargo, los gritos que recorrían como un eco nuestras ciudades, ¡Qué se vayan! o ¡No nos representan!, les provocaba cierto nerviosismo. La situación económica era precaria, la reforma laboral estaba facilitando despidos masivos, la represión política con la Ley Mordaza se extendía como un reguero de pólvora, Bruselas exigía más reformas, y la calle ardía, aunque fuera de simple indignación. Justo en ese momento se produjo la Segunda transición. Los sindicatos institucionales, pactistas, dieron un paso atrás y aceptaron por segunda vez las reglas del juego capitalista, el PSOE asumió su miserable papel y les acompañó en un viaje a ninguna parte. Izquierda Unida (PCE) se apegó a sus asientos parlamentarios, buscando reinventar el fuego para poder seguir teniendo visibilidad; y los emergentes (Podemos y compañía) abandonaron sus consignas ―incendiarias hasta unos días antes―, descabezaron los movimientos sociales e hicieron de bomberos en las calles. El Capital había vuelto a triunfar sin demasiado esfuerzo. [...]





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