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lunes, 18 de septiembre de 2017

Siglo XXI nº 26

Históricamente, el peor enemigo de los pueblos han sido ellos mismas. El ejercicio del poder absoluto, con todas sus consecuencias lesivas, siempre ha necesitado de artífices obedientes, dispuestos a venderse al mejor postor. Unas veces el óbolo que ha servido de pago por los servicios prestados ha tomado forma material y otras ideológica (patria, nación) o religiosa (la fe, la Iglesia, el paraíso). En cualquier caso, desgraciadamente, los verdugos de la opresión y escarnio de nuestra clase salen de nuestra propia clase, valga la redundancia. Quizá por eso duelen más esas muertes que vivimos a diario desde las páginas de los periódicos o de las emisiones televisivas del canal de turno (da igual que sean en Barcelona, en Berlín, en Afganistán, en Argentina, en Irak o en Siria); los asesinatos indiscriminados de personas inocentes nos muestran un escenario terrible del mundo en el que habitamos y que hemos consentido por acción o por omisión. Todo este acontecer es lamentable en muchos aspectos. El primer aspecto deleznable es el derivado del sufrimiento de las víctimas directas e indirectas de las guerras que se desgranan a nuestro alrededor, da igual que tomen forma ecológica, migratoria, religiosa, imperialista, de género, laboral o consecuencia inmediata de la simple pobreza. El segundo aspecto a destacar es que las personas ejecutoras de la acción violenta, en general, son de extracto humilde, a lo sumo de la clase media, si es que esta existe en el país de origen; las víctimas suelen ser gente de la calle, personas que pasean, niños y niñas que van al colegio, etcétera. Explotan pocas bombas en los barrios adinerados, en los parlamentos nacionales o autonómicos, en los juzgados, en los cuarteles policiales o militares, en los centros financieros. Morimos en los paseos, en los mercados, viajando en el metro, en un avión o en un autobús, o en campos de batalla próximos o lejanos. Si creyera en un dios omnipotente diría que su ira ante el comportamiento ignominioso de su creación se descarga siempre sobre los mismos sectores de población, los más débiles. Este aserto que hacemos es estúpido, primero porque dios no existe y segundo porque somos nosotras mismas quienes volcamos nuestra frustración sobre las víctimas, sin castigar los pecados de los verdugos.
En resumen, tanto la víctima como el verdugo proceden, en la mayoría de las ocasiones, de la misma clase, esa que no posee ni la riqueza ni los medios de producción.
El tercer aspecto a destacar es la bandera por la que se mata, constantemente ajena a una razón moral, al bienestar común de la mayoría, en nombre de intereses ajenos a nuestra clase, espurios, cargados de ideas y valores que nada tienen que ver con el apoyo mutuo y la solidaridad entre las personas y los pueblos.
Hemos perdido muchas batallas en los últimos cien años pero quizá las más importantes se encuentran del lado de la conciencia de clase, de la defensa del pensamiento crítico, de la racionalidad como herramienta de relación entre iguales. Nos hemos olvidado de cuáles son nuestros verdaderos intereses como individuos sometidos a la esclavitud del trabajo. No solo sufrimos la dominación que ejercen los distintos poderes establecidos en el mundo, sino que los defendemos, y matamos y morimos por ellos.
Tenemos mucho que aprender, reaprender y cambiar. Somos nuestro peor enemigo; no obstante, en el problema está la solución.
Nos preguntamos en qué nos está convirtiendo este modo de vida despiadado e insolidario en el que nos desarrollamos. El capitalismo no está ganando la guerra de clases porque nos mantenga cogidos bajo su bota explotadora, sino porque ha logrado que perdamos la memoria y abandonemos aquellos horizontes revolucionarios que a principios del siglo XX pudieron cambiar el mundo.

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