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martes, 8 de mayo de 2018

Siglo XXI nº 34

A los ciegos, a los sordos y a los mudos
¡Viva el primero de mayo!


Nos gusta esta época de nuestra historia reciente, la de nuestra nación de naciones. Nos gusta porque es transparente en el sentido en que las reglas del juego sociopolítico están más claras que nunca. El Capital siempre ha apuntado maneras, sin reprimirse, más bien al contrario, ahora para nada se oculta. En los últimos diez años se ha quitado la careta del todo y se presenta sin ambages ante ese gran público que le sostiene, que aparentemente ni ve, ni oye, ni tiene nada que decir salvo alguna explosión puntual de indignación que otra; a los hechos nos remitimos. El orden social está fundamentado en la «claridad de intenciones» de aquellos que detentan el poder político, económico y judicial, su mensaje es meridiano y contundente: «a quien se mueva le aplasto». En los campos de exterminio nazi la consigna falaz era que el trabajo hacía libres a los detenidos; el trabajo no exactamente, pero las cámaras de gas y los hornos crematorios sí, aunque fuera convertidos en humo.
Hoy en día, el discurso mediático, manipulador, nos dice que votar nos hace libres, que aceptar trabajos indignos nos hace libres; callar, por supuesto, es respetar la libertad general, por tanto también nos hace más libres; obedecer, en sí, nos hace libres. Algo, evidentemente, no va bien si nos creemos semejantes mensajes, opresivos en sí mismos.
El Capital obtiene beneficios cuantiosos, mientras el número de personas que viven próximos al umbral de la pobreza o con dificultades para llegar a fin de mes crece día a día; la sanidad y la enseñanza públicas degeneran estrepitosamente, mientras las privadas crecen de manera exponencial. Los tribunales se manifiestan como el antiguo Tribunal de Orden Público franquista, reprimiendo derechos fundamentales ― la libertad de expresión por ejemplo― o dando sentencias claramente antipatriarcales. Se castiga a raperos y se esculpa a los urdangarines de turno. La corrupción mina la estructura del Estado y sus instituciones. Y la palabra de la policía adquiere valor de ley, sin que tenga necesidad de probar sus acusaciones contra los detenidos. Así las cosas, la actitud de la mayoría de la población es seguir esperando que el Estado solucione sus problemas porque cree que este se encuentra al servicio del pueblo, y, evidentemente, no es así. El Estado está al servicio del Capital, es su instrumento de gestión del orden social. Nunca a través de la Historia se ha conseguido una mejora en la situación de los desposeídos sin una lucha enconada previa, y, por añadidura, sin sangre. Nada se ha logrado en las urnas más que promesas incumplidas. Es la auto organización de las luchas y una determinación firme a la hora de perseguir objetivos de progreso lo que facilita el éxito de los mismos.
Estamos en mayo, un año más, y conmemoramos a los mártires de Chicago que murieron en pro de la jornada de ocho horas en 1887: «Al mediodía del 11 de noviembre de 1887 sus carceleros los vinieron a buscar para llevarlos a la horca. Los cuatro ―Spies, Engel, Parsons y Fischer― compañeros de lucha y de sueños emprendieron el camino entonando La Marsellesa Anarquista en aquel día que después fue sería conocido como el viernes negro.» (CNT). Estos luchadores se sacrificaron por un mundo diferente en el que se pudiera vivir con dignidad. Ahora parece que estemos desmemoriados, esperamos y esperamos a que la vida mejore por sí misma, a que los violadores y maltratadores dejen de violar y matar mujeres; a que los empresarios compartan sus beneficios y sean sensibles a la precariedad laboral a que someten a sus empleados (hombres y mujeres); a que los políticos se vuelvan honestos de la noche a la mañana y defiendan los intereses de aquellos que les han votado; a que policías y militares se conviertan en personas. Aspiramos a que se produzcan milagros y estos no existen sino en nuestra pobre imaginación de esclavos modernos. Ignoramos la auténtica cara de la explotación; asumimos con la maldita frase: «es lo que hay», la baja calidad de nuestras vidas y peor futuro; no deseamos absorbemos las palabras ponzoñosas de los poderosos y sus servidores, cargadas de mentiras y traiciones; no nos atrevemos a hablar para no nos consideren terroristas y nos sancionen o nos metan en la cárcel. Somos la mejor representación del miedo, de la cobardía, en sí, de la desolación informe que nos conduce al matadero. Al final, quizá llegue el día en el que por fin seamos libres, pero no como lo soñaban los Durruti, los Ascaso y los Jover, entrañables combatientes del pasado, sino a través del humo que sale por la chimenea de un horno crematorio anónimo.

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