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sábado, 20 de julio de 2019

Mendigos y orgullosos

Esta obra es una adaptación teatral de Mendigos y orgullosos (1954) de Albert Cossery. El autor nació en 1913 en la ciudad de El Cairo, su fallecimiento se produjo 94 años después, en 2008, en París. A pesar de su origen egipcio se le considera un autor francófono pues toda su obra la escribió en francés, su segunda patria, si es que alguna vez tuvo alguna, cosa que dudo.
Su madre era analfabeta, su padre un indolente irredento, que vivía de las rentas, y que dedicaba casi todo su tiempo a leer el periódico. Según el propio Cossery, la actitud ante la vida de su padre le deslumbró hasta el punto de marcar su posterior creación literaria. Se fascinó con la idea de vivir sin hacer nada, algo que más tarde enmarcó en un discurso transgresor anti sistema, como veremos en Mendigos y orgullosos. A pesar de su larga vida su obra no es extensa dado que le dedicaba poco tiempo a escribir, dentro de un plan vital preestablecido basado en una pereza radical. Su infancia y adolescencia se desarrolló en El Cairo; a los diecisiete años viajó a París, y quedó prendado de la ciudad, no obstante todavía no había llegado su momento de instalarse en ella. Tendrían que pasar quince años y recorrer medio mundo, antes que la capital de Francia se convirtiera en su lugar de residencia, en concreto en la habitación de un modesto hotel, La Louisiane, en Saint-Germain-des-Près, en la que viviría el resto de sus días; al final tenía nevera y televisor, artilugios de los que siempre prescindió.
«Nunca he poseído nada. ¿Para qué? Me basta mi habitación de hotel.»
Hasta el año 1945 estuvo trabajando en la marina mercante. 
Cossery era un individuo que no quería poseer nada material porque ello suponía un esfuerzo que no estaba dispuesto a realizar. Esa forma de concebir la existencia le llevó a escribir con lentitud, sin prisas. En París se codeó con la crèm de la crèm de la intelectualidad que en ese tiempo transitaba por los cafés de artistas y escritores: Camus, Durrell, Miller, Genet o Boris Vian fueron algunos de sus grandes amigos. No pensemos que Albert Cossery era una especie de monje, su vida era sencilla, pero su experiencia vital intensa. Le gustaba salir a la calle y recorrer los bulevares parisinos bien acicalado, y gozar de la belleza en cualquier rincón donde esta pudiera manifestarse. 
  Sus obras más importantes son: Los hombres olvidados de Dios (1940), una colección de relatos que se publicaron originalmente en El Cairo en revistas literarias francófonas. Unos años después se editaría en EEUU en formato libro gracias al gran amigo de Cossery —el amigo americano—, Henry Miller. La casa de la muerte segura (1947) se publicó en Egipto con anterioridad, en 1942, y en ella se encuentran ya los temas que se van a repetir en todas sus obras: pobreza, mendicidad y la tensión entre los ricos y los desposeídos. 
En 1948 aparece Los holgazanes en el valle fecundo, novela en la que ya introduce la cuestión —para él vital— de la pereza como forma de vida, que luego desarrollaría ampliamente en su siguiente novela. Mendiants et orgeuilleux (Mendigos y orgullosos) fue publicada en 1955 pero con el tiempo fue olvidada hasta que en los años noventa se hizo una película y un cómic sobre ella, entonces sí que el nombre de Cossery trascendió en los suplementos literarios de los grandes periódicos, y fue reconocido en su justa medida. Le seguirían La violencia y la burla (1964), Un complot de saltimbanquis (1975), Una ambición en el desierto (1984) y Los colores de la infamia (1999). Todas estas obras mantendrían las mismas coordenadas que las anteriores, con una crítica severa a la acumulación de riqueza y una visión positiva del submundo que existe debajo de la alfombra del capitalismo. 
Las historias que nos cuenta Cossery en sus escritos se desarrollan en El Cairo. Los entresijos de esa urbe ancestral y mágica le interesaban por encima de todo. 
«Soy de cultura egipcia y lengua francesa, con un mundo egipcio. Pienso en árabe.»
Su universo literario quizá nos parezca deleznable, alejado de la pulcritud de nuestras ciudades occidentales, sobre todo en las zonas burguesas de las mismas. Sitúa a sus personajes en un ambiente paupérrimo, mísero, sucio, rebosante de una humanidad que nos es ajena. Cada uno de los escenarios de Cossery genera una contradicción visible sobre el mundo capitalista consumista, despiadado con aquellas personas que entran a formar parte de la «máquina». Como se ve claramente en Mendigos y orgullosos, los personajes rozan la heroicidad desde un estoicismo descarnado, sin pretensiones, sin trascendencia alguna, son libres, piensan por sí mismos. No temen porque nada pueden quitarles. Son como son, ni mejores ni peores que el resto de las personas que coexisten con ellas en otros barrios. Ellos y ellas han elegido vivir así para ser autónomos. Los desposeídos de Cossery subsisten en una anarquía bien entendida: sin gobierno, sin dinero, sin propiedad privada, su pobreza es su elección; no desean nada, quizá una buena tertulia, algo de amor, un café, poco más; cultivan la pereza como expresión máxima de su humanidad y la comunican con mucho humor. 
«Ninguno describe de manera tan desgarradora ni tan implacable la existencia de las masas humanas hundidas. Cossery alcanza abismos de desesperación, de envilecimiento y de resignación que ni Gorki ni Dostoievski supieron captar…» (Henry Miller)
En 1990 Albert Cossery recibió el «Grang Prix de Francophonie» como un reconocimiento a la totalidad de su obra literaria. 
En Mendigos y orgullosos, el personaje central es Gohar. En absoluto es un líder, ni un filósofo, ni tan siquiera un Maestro, como le llama su amigo Yeghen. Él solo está. Duerme en una casa ruinosa sobre un montón de periódicos viejos. En su habitación no hay nada de valor, la miseria para él no tiene significado, podría decirse que la encuentra hermosa. 
«La miseria bullente que le rodeaba no tenía nada de trágico; parecía adivinar en ella una misteriosa opulencia, los tesoros de una riqueza inaudita e insospechada. Una prodigiosa despreocupación parecía presidir los destinos de esa muchedumbre. Todas las abyecciones revestían allí un carácter inocente y puro. Gohar se sentía henchido de una simpatía universal; la futilidad de esa miseria se le aparecía a cada paso, y le encantaba.»
Solo tiene un punto débil que a la vez es un punto fuerte: adora el hachís, depende del hachís. Pero esa dependencia es deseada, la ha elegido. Se siente mejor chupando una bolita de hachís; así contempla la existencia en toda su magnificencia y se le aclara el pensamiento, eso dice. Él y sus compañeros de vagabundeo mendigan o toman lo que necesitan allá donde lo encuentran, que no es mucho. Para Gohar conceptos como dignidad o indignidad carecen de sentido, son distintas formas de vivir.
«El hecho de mendigar parecía un trabajo como cualquier otro; por lo demás, el único trabajo razonable.»
Ni que decir tiene que Gohar no cree ni en un Estado protector, ni en un gobierno que gestione dicho Estado, ni en ninguna forma de representación y mucho menos en los partidos políticos. 
«Pues bien, ocurrió hace algún tiempo en un pueblecito del Bajo Egipto, durante las elecciones a alcalde. Cuando los empleados del gobierno abrieron las urnas, se dieron cuenta de que la mayoría de los votos tenían el nombre de Bargut. Los empleados del gobierno no conocían aquel nombre; no estaba en la lista de ningún partido. Espantados, acudieron a la oficina de información y cuál no sería su asombro al enterarse de que Bargut era el nombre de un asno, muy considerado en todo el pueblo por su sabiduría. Casi todos los habitantes habían votado por él.»
Gohar se identifica plenamente con este cuento, se regocija en la sabiduría que contiene. Hay que decir que él fue en el pasado profesor de historia y literatura en la mayor universidad del país. De vez en cuando visita el burdel de Set Amina para escribir cartas a las prostitutas —y ganar de paso algo de dinero—, entre ellas a la sensual y joven Arnaba; en uno de esos encuentros ocurrirá un suceso funesto para todo el grupo de amigos y menos amigos que se mueven alrededor del burdel. 
Al Kordi es otro personaje que se codea con Gohar, al que denomina Maestro con el máximo respeto y no como un eufemismo. Le busca, le escucha, le cuenta sus penurias económicas a pesar de estar educado y trabajar de funcionario, puesto en el que reconoce no hacer nada, más bien al contrario, boicotea todo lo que puede la labor de sus compañeros. Asiduamente, visita el prostíbulo en el que se enamora de la bella Naila, enferma de tuberculosis, a la que quiere redimir y salvar la vida. Al Kordi tiene ideales, pretende hacer una revolución en el país. Siempre está penando: por su falta de dinero, por su amor frustrado o por los males del mundo, y se pregunta si existe en verdad la alegría o esta es una cualidad de la que solo pueden gozar los ricos. 
Yeghen es otro miembro selecto del entorno de Gohar, ni más ni menos que su suministrador de hachís. Vive en cualquier sitio, también con su madre a la que saca dinero en cuanto puede; es un asiduo del burdel: 
«Ella parecía querer, al realizar aquella humillada tarea, acreditar el mito de una pobreza respetable. ¡Qué estafa! (Sobre su madre.)»
Se considera un individuo libre, nada teme, nada posee.
En este grupo insólito irrumpe el oficial de policía Nur Al Din con la intención de investigar un crimen. Su actitud es la propia de una persona que se siente omnipotente e intocable, con poder suficiente como para arruinarles la vida a cualquiera si así lo desea. A pesar de su fortaleza, el policía tiene sus debilidades, representa la autoridad del Estado, el orden, pero en contacto con la miseria más abyecta es consciente de que en ese submundo «un agente de la autoridad no tenía ninguna posibilidad de hacerse respetar». 
«En ellos no había ni rencor ni hostilidad, sencillamente un desprecio silencioso, un enorme desdén hacia el poder que representaba. Se hubiera dicho que ignoraban que existía un gobierno, una policía y una civilización mecanizada y progresista.»
Al Kordi quiere cambiar la sociedad, Nur Al Din que le obedezcan, que se respete la autoridad a la que representa y defiende; Gohar solo desea que le dejen en paz.
«—¿Para qué necesitas tanto dinero? (Pregunta Gohar a Al Kordi.)
—No es para mí, Maestro. Yo puedo vivir pobremente. Pero Naila está enferma y quiero sacarla de este maldito lugar. También están todos los demás.
—¿Quiénes son los demás? ¿Tienes que mantener una familia?
—No, no tengo familia. Pero pienso en este pueblo oprimido y miserable. Maestro, no lo entiendo. ¿Cómo puedes permanecer insensible a la acción de esos cerdos que abusan del pueblo? ¿Cómo puedes negar la opresión?
Gohar elevó la voz para responder.
—Yo nunca he negado la existencia de los cerdos, hijo mío.
—Pero los aceptas. No haces nada para combatirlos.
—Mi silencio no es una aceptación. Yo los combato más eficazmente que tú.
—¿De qué manera?
—Con la no cooperación —dijo Gohar—. Me niego simplemente a cooperar en esa inmensa farsa.»
La reflexión de la novela de Cossery no deja respiro, enfrenta a quien se introduce en sus páginas a un continuo desafío en el que lo obvio de las sociedades occidentales de la opulencia queda en entre dicho, sobre todo porque la riqueza no se reparte con equidad, sino todo lo contrario, y, al final, los valores con que nos socializan entran en contradicción desde el mismo momento en que son expuestos: ¿trabajar para qué?, ¿endeudarse para poseer bienes materiales?, ¿educar a nuestros hijos en ideologías alienantes? Que cada persona responda como pueda a estas preguntas y otras muchas que la surgirán durante la lectura del libro.

Edward Martin

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