Yo estaba lleno de fervor en aquellas luchas, de las cuales debía depender la suerte de la Internacional y el porvenir de la acción revolucionaria y socialista.
Jovencito, en mis primeras armas, era naturalmente muy feliz al poder ir al Congreso, entrar en relación directa con compañeros de todos los países y tal vez también orgulloso por hacer oír mi voz. ¡En aquella edad, cuando no se es una marmota, se está un poco demasiado lleno de sí! Pero lo que sobre todo me entusiasmaba era el pensamiento de que conocería a Bakunin, que me volvería (no dudaba de ello) su amigo personal.
Bakunin en Nápoles era una especie de mito. Había estado allí, creo, en 1864 y en 1867, dejando una impresión profunda. Se hablaba de él como de una persona extraordinaria y como suele ocurrir, se exageraban sus cualidades y sus defectos. Se hablaba de su estatura gigantesca, de su apetito formidable, de su vestir descuidado, de su negligencia pantagruélica, de su desprecio soberano del dinero. Se contaba que, llegado a Nápoles con una gran suma, en el momento en que se presentaban a menudo revolucionarios polacos escapados a la represión que siguió a la insurrección de 1863, Bakunin dio simplemente la mitad de todo lo que tenía al primer polaco necesitado que encontró, y después la mitad de la mitad que le quedaba al segundo polaco, y así sucesivamente hasta que —y no se necesitó mucho tiempo— quedó sin un céntimo. Y entonces tomó el dinero de los amigos con la misma indiferencia señorial con que había dado lo suyo. Pero esto y otras cosas eran la leyenda.
Lo importante era la gran conversación que se tenía en los círculos avanzados, o supuestos tales, en torno a las ideas de Bakunin, que había ido a remover todas las tradiciones, todos los dogmas sociales, políticos, patrióticos, considerados hasta entonces por la masa de los «intelectuales» napolitanos como verdades seguras y fuera de discusión. Para unos, Bakunin era el bárbaro del Norte, sin dios y sin patria, sin respeto para ninguna cosa sagrada, y constituía un peligro para la santa civilización italiana y latina. Para los otros, era el hombre que había llevado a los muertos pantanos de las tradiciones napolitanas un soplo de aire salubre, que había abierto los ojos de la juventud que se había aproximado a él hacia nuevos horizontes; y éstos, los Fanelli, los De Luca, los Cambuzzi, los Tucci, los Palladino, etc., fueron los primeros socialistas, los primeros internacionalistas, los primeros anarquistas de Nápoles y de Italia.
Y así, a fuerza de oírles hablar, Bakunin se había convertido para mí también en un personaje de leyenda; y conocerlo, aproximarme a él, calentarme a su fuego era para mí un deseo ardiente, casi una obsesión.
El sueño iba a realizarse.
Partí, pues, para Suiza, junto con Cafiero.
En aquella época yo estaba enfermizo, escupía sangre y era juzgado tísico o casi, tanto más cuanto que había perdido los padres, una hermana y un hermano por enfermedad del pecho. Al pasar el Gotardo por la noche (entonces no existía el túnel y era necesario rodear la montaña nevada en diligencia) me resfrié y llegué a Zúrich, a la casa donde estaba Bakunin, por la noche, con tos y fiebre.
Después de la primera acogida, Bakunin me acomodó una camita, me invitó, casi me obligó a extenderme encima de ella, me cubrió con todas las mantas y abrigos que pudo recoger, me dio té hirviendo y me recomendó que estuviera tranquilo y durmiera. Y todo esto con una premura, una ternura materna que me conmovió el corazón. [...]
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