En veinte años, el conglomerado clerical, agrario y fascista amparado por la dictadura militar, transformó las bases de su poder favoreciendo un desarrollo industrial que arrastró la población campesina a los suburbios de las ciudades, y proporcionó la materia de las crisis sociales que llegarían con el tiempo.
A partir de 1970, primer año de la autonomía proletaria, la existencia de una nueva clase obrera sería el factor más significativo de la vida política española. Lo demuestra la intensa agitación desarrollada a su alrededor, así como la cohesión alcanzada por la clase dirigente al sentirse amenazada por ella. En un ejercicio sin precedentes de amnesia histórica, los políticos de las diversas facciones burguesas «superaron» entonces los antagonismos de la época republicana.
La clase obrera de la que hablamos tiene fecha de aparición y, por desgracia, también de caducidad; es en resumen una formación histórica. Determinadas condiciones la alumbraron; forjaron una sociabilidad interna a base de costumbres, ideas y valores; determinaron modos de actuar y de organizarse específicos, o, dicho de otra manera, le dieron conciencia de clase. A lo largo de su existencia hubo de permanecer en movimiento; desarrollar esa conciencia, fijarse objetivos y nombrar a todos sus enemigos para combatirles mejor, a los que la pretendían arrinconar y a los que la querían dirigir. Cada paso que diese en esa dirección fortalecería su papel, mientras que el estancamiento o los retrocesos disminuirían su peso en los acontecimientos y pondrían en peligro su realidad como clase social histórica. Especialmente en cuanto atañe a sus medios propios de expresión y toma de decisiones: la desmembración del asambleismo acarreada por los Pactos de la Moncloa de 1977 hizo que una clase consciente y combativa en un quinquenio se convirtiera en una multitud dócil y conformista.
Miquel Amorós
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