jueves, 13 de agosto de 2015

Anarquismo, libertad y poder

El problema fundamental de la ciencia política actual no es la cuestión de la metodología, como muchas personas parecen creer, sino el problema de construir límites para la expansión del Estado Leviatán. Se vuelve cada vez más claro que el “Estado democrático moderno” se ha desarrollado más sobre las líneas del modelo construido por Hobbes que sobre el elaborado por Locke. La concepción socialista ha tratado de remediar las dificultades que implica establecer límites a la esfera del poder estatal. A medida que el moderno estado democrático de bienestar aumentó el ámbito de su actuación, poniendo nuevos elementos de confort material a disposición de los ciudadanos a él sometidos, se volvió cada vez más monopolista en lo que respecta al poder que ejerce sobre el individuo. No es exagerado decir que nos sentimos invadidos por el espanto y el temor ante el Leviatán actual, pues la criatura a la que hemos dado vida y nutrido en los siglos pasados escapa ahora aparentemente del control, y amenaza nuestra existencia misma como sociedad libre. A este problema, en gran medida ignorado por los científicos políticos contemporáneos, se dirige básicamente la filosofía del anarquismo.
La característica más distintiva de la teoría anarquista, de acuerdo con sus proponentes, es que constituye la única doctrina social actual que rechaza inequívocamente el concepto del Estado con sus males omnipresentes del poder y la autoridad política. Por un tiempo, durante los primeros años de la república norteamericana, la democracia jeffersoniana predicó también la sabiduría que implicaba establecer límites al poder del gobierno. Pero aunque Jefferson disentía de Hamilton respecto de los fines propios para los cuales podía emplearse legítimamente el poder estatal, nunca llegó hasta el punto de aconsejar su total abolición. Los anarquistas consideran la tendencia de Jefferson al compromiso con el poder político como la debilidad fatal de la teoría democrática. Otros demócratas liberales, a lo largo de la historia de los Estados Unidos, han aplaudido la sabiduría que implicaba mantener frenos y resguardos en torno del ejercicio del poder político, sin comprender en ningún caso que habían emprendido una tarea imposible. En lo que ahora parece haber sido uno de los últimos refuerzos auténticos de los liberales para mantener controlado al Leviatán, los filósofos del pluralismo político proclamaron en alta voz su oposición al poder creciente del Estado, y exhortaron a que ese poder sobre los ciudadanos fuera compartido con los agrupamientos sociales primarios más importantes. Pero como señaló en este momento el profesor William Ernest Hocking, los pluralistas se negaron a dar el paso esencial consistente en despojar al Estado de su monopolio sobre los instrumentos de fuerza y coerción. Era totalmente utópico afirmar, como hicieron los pluralistas, que el poder político podía compartirlo una diversidad de asociaciones dentro de la sociedad, mientras el Estado se mantenía por encima de ellas, armado con los medios necesarios para hacer que todas obedecieran a su superior voluntad. No es extraño, por consiguiente, que los proponentes de la idea pluralista hayan desaparecido completamente, no dejando tras de sí nada más que una propuesta a recordar como interesante movimiento histórico. Tampoco es extraño que la idea misma del liberalismo parezca estar a punto de morir [...]

William O. Reichert



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