lunes, 10 de abril de 2017

Siglo XXI nº 21

En los años 2016 y este 2017 se conmemoran, se celebran o se aprovecha para celebrar, diversos acontecimientos y efemérides de una generación de hombres y mujeres que aspiraban a cambiar el curso de la historia desde su práctica cotidiana. Su atrevimiento revolucionario les llevó a cuestionar los valores de su tiempo, la vida conocida en su conjunto, con una alegría creativa y esperanzada, armados de balas y de poesía y de teatro y de canciones y sobre todo de ideas, lo exigían todo. Su revolución nos enseñó un camino de cultura e imaginación, de igualdad, de justicia, de derechos inalienables, de auto responsabilidad, de hermandad, sentimientos. Sí, de esto también porque los abrazos subversivos y los sentimientos también contaban; el amor florecía con palabras hermosas, en las barricadas y en las trincheras. Hasta los pájaros con sus trinos inocentes alababan la construcción de una sociedad ejemplar y feliz. La luz emergía, con destellos que deslumbraban al mundo, de las pupilas de un pueblo que se sentía libre por primera vez en la historia de estas tierras. Todos los campos del saber, del estar en la existencia, dieron sus frutos, y a pesar de las tormentas negras que les acosaban sonreían y cantaban a aquel presente transformador. Luego llegó el silencio. Las sonrisas callaron porque estaban muertas, porque estaban prohibidas o, simplemente, porque ya no había nada que las justificara. Ese silencio triste no fue del todo así porque durante cuarenta años de dictadura muchos ojos siguieron mirando el horizonte del nuevo mundo a sabiendas de que estaba lejano, que era una utopía que iluminaba el camino pero que era necesario abordar con más sangre y sacrificio.
Por fin, después de muchos años, las sonrisas volvieron a los rostros y los sueños corrieron por las calles de nuestros pueblos y ciudades, los brazos volvieron a estrecharse y las luchas nos hermanaron como antaño; al menos eso creímos. Sin embargo, todo fue un maldito y sádico espejismo, no éramos nosotros los que escribíamos la historia en busca de un destino más halagüeño, no, eran los «putrefactos» de siempre —que diría Lorca— los que preparaban el terreno para seguir manejando su asquerosos universos a su antojo, es decir, mantener sus privilegios. Entonces, inventaron la «dictadura de las urnas» y nosotros, hombres y mujeres, quizá no tan conscientes, quizá no tan ilustrados, tal vez no tan revolucionarios, aceptamos su juego traicionero y volvimos a perderlo todo, esta vez sin que no lo arrebataran por la fuerza de las armas. No fue necesario. No nos engañaron, nos engañamos nosotras mismas. Nos faltó ese arrojo, ese valor irreductible, esa dignidad férrea que tenían nuestros abuelos. Ellos y ellas lo pagaron con la vida o con la cárcel, pero de una manera honrosa. Nuestro papel generacional ha sido patético, ni más ni menos nos hemos vendido a los ilusionistas de la política, a la quimera del voto, para al final ser encarcelados de nuevo, oprimidos, estrangulados por la «dictadura de las urnas». Parece que cuesta recordar que los logros de la humanidad nunca se conquistaron en unas urnas, sino en las calles, en las tabernas —conspirando—, en las asambleas, en la solidaridad y el apoyo mutuo entre compañeros y compañeras, que ponían el énfasis de su existencia en un amor incondicional por todo lo que existe, con una abnegación por la comunidad presente y futura, irrefrenable.
Hoy, este primero de abril de 2017, de infausto recuerdo, vuelve a ser de derrota; tenemos mucho que aprender con buen ánimo y mejor gusto porque aunque el camino que hay por delante es difícil, la utopía sigue ahí, ante nuestros ojos, dirigiendo nuestros pasos, diciéndonos que nada está perdido, que la evolución de las sociedades continúa a pesar de los pesares, que el futuro está por escribir.

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