lunes, 15 de enero de 2018

Siglo XXI nº 30

Existe una máxima ya antigua que es el fundamento de la libertad: «La libertad de uno termina donde empieza la libertad de otro». En una sociedad igualitaria y justa, probablemente, esta sería la norma básica de funcionamiento colectivo. Ahora bien, ¿dicha norma es de obligada aplicación en el mundo depredador y autoritario en el que vivimos? Evidentemente, la respuesta más sensata es no.

Cualquier discurso o conducta no es respetable por el simple hecho de ser emitida por alguien, bajo la consideración del respeto a la libertad individual. La libertad de expresión se convierte en una falacia en el contexto de la lucha de clases. Existen antagonismos que solo se pueden resolver mediante la integración del otro en el consenso ideológico de la comunidad a la que pertenece, o mediante su desaparición física. Todavía no hemos llegado a estos extremos pero, mientras tanto, a diario nos desenvolvemos entre diálogos y tolerancias insostenibles.

¿Qué relación podemos tener con un fascista, sea violento o no? ¿Qué conversación vamos a mantener con un representante de un grupo religioso ortodoxo y sectario? ¿Qué explicaciones le vamos a pedir a un miembro de los aparatos represivos del Estado? ¿Podemos escuchar sin crispación el discurso falaz del jefe de los empresarios o de la banca? ¿Seremos benevolentes con los corruptos, los políticos profesionales insaciables, con los sindicalistas traidores a su clase o con los colaboradores directos de los anteriores? Parece difícil y, además, innecesaria ese tipo de comunicación. Se han acabado ya los tiempos de lo políticamente correcto, a pesar de que los posicionamientos transversales pretendan romper las barreras que nos separan. El sujeto activo, el individuo libre, que tiene una visión transformadora del presente y se proyecta en el futuro hacia la Utopía, posee su propio léxico, su lenguaje personal, y con aquellos que son sus enemigos solo debería sentarse para aceptar su rendición incondicional ante el «nuevo mundo» por construir. No podemos respetar a un fascista, de la laya que sea, porque su objetivo último es nuestra eliminación (la Historia así lo ha demostrado). Tampoco tenemos nada que discutir con curas y demás voceros de lo irracional; no nos interesan sus mentiras, que emponzoñan las mentes de los más vulnerables. ¿Vamos a escuchar plácidamente las palabras huecas de un mercenario policial bien pagado, sea cual sea el color de su uniforme? Su extinción es el único coloquio que podemos mantener con él. Con los demás elementos de opresión que nos rodean, con sus discursos demagógicos intolerables e insostenibles, hablaremos de la necesidad de que se desprendan de todas las lacras materiales y mentales que les acompañan, y se unan en conciencia y acto al progreso de la Humanidad.

Nuestro discurso es el de la liberación y el suyo el de la opresión. Su existencia es causa de dolor y precariedad para millones de personas en el mundo. Luchar por la revolución social supone un enfrentamiento sin cuartel, en todos los ámbitos, con nuestros enemigos de clase. Son los verdugos de la mayoría y con ellos no hay diálogo posible.

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