Para la
militancia anarquista, la prostitución fue un quebradero de cabeza, tanto antes
como después de julio de 1936. El movimiento revolucionario parecía tener claro
sobre qué hacer con respecto a la Iglesia o a la no privatización de la tierra,
pero tuvo que improvisar con un tema milenario como el de las trabajadoras
sexuales.
Ninguna
organización tenía un programa claro al respecto y no fue, hasta la aparición
de Mujeres Libres, que se empezó a trabajar con unos criterios y objetivos
definidos. Fueron las anarquistas quienes iniciaron los debates con el fin de
establecer un plan conjunto sobre el devenir de la prostitución en el avance de
la revolución.
Años
antes de julio de 1936, quienes se preocupaban por el tema eran casos aislados,
como por ejemplo Caracremada, conocido por ser el último maqui anarquista en
ser asesinado, en el año 1963.
Entre
finales de los años veinte y principios de los treinta, la cuenca del Llobregat
era uno de los centros obreros donde había más resistencia, produciéndose en
1932 un levantamiento de tipo insurreccional. Revuelta en la que Ramon Vila,
Caracremada, tuvo una destacada participación. Antes de este hecho y su
posterior encarcelamiento, era frecuente ver entrar a Ramon en los prostíbulos
de Berga. Recorría, por caminos de montaña, los más de cuarenta quilómetros que
separaban Figols de Berga y, una vez allí, elegía una chica. Le pagaba cinco
pesetas para tener su compañía durante una hora. A solas en la habitación,
nadie se sacaba la ropa ni acariciaba al otro. Vila dedicaba la hora entera a
conversar con su compañera de clase. Le hablaba del anarquismo y de la
necesidad de emancipación individual y social. Intentaba convencerla para que
dejara el oficio y pasara a ser una obrera organizada y luchadora. Los testigos
de la época aseguran que, de tantas arengas, más de una mujer le hizo caso,
dejó la prostitución y, posteriormente, participó del movimiento revolucionario
de 1936. Esta anécdota me la explicó el historiador y militante Ricard Vargas
Golarons quien a su vez la había escuchado de Ramonet Xic y la propia hermana
de Caracremada, Pepeta Vila. Josep Clara, en la página 20 de la biografía sobre
Ramón, aseguraba, a su vez, que esta labor la hacía junto otros camaradas de
lucha: «Se encontraba con otros compañeros de ideal para ayudar a las mujeres
de las casas de vicio. Se dice, que predicando la doctrina de la liberación
social, había conseguido que alguna dejara el llamado ‘oficio más viejo del
mundo’».
Otra
de las anécdotas de esa época me la contó el antropólogo José Luis Ruiz
Peinado. Corrían los años treinta, militantes de la CNT explicaban a las
trabajadores sexuales la necesidad de luchar por sus intereses, exigiéndole a
la patronal varias mejoras. Les dijeron que tenían derecho a un día de descanso
y que debían cobrarlo y que esto se lo debían reclamar a los chulos o madamas.
Pasaban
los días y, como las chicas no se atrevían a comunicar la demanda a los
proxenetas –muchos de ellos matones sin escrúpulos–, una mañana aparecieron varios
anarquistas armados y se las llevaron «por la fuerza». Pasaron un día de campo
en el Baix Llobregat, disfrutando de excursión y picnic.
Tras el estallido proletario del 19 de julio de 1936
Los
procesos revolucionarios no solo alteran las relaciones sociales y políticas,
también las personales y amorosas. «El mensaje debe ser pan y orgasmo
–aseguraba David Cooper– de lo contrario, la revolución, aunque triunfe, no
merecerá la pena».
Abel
Paz, un testimonio directo de los acontecimientos vividos en Barcelona en julio
de 1936, relataba así la situación: «El espíritu solidario y fraternal brotaba
espontáneamente: los hombres y las mujeres, liberados de los prejuicios de la
ideología burguesa habían ido depositando en ellos durante siglos, rompieron el
viejo mundo, marchando hacia un futuro que cada uno imaginaba como la
realización de sus más anhelados deseos». Abel Paz, además, recogía la
impresión de otros testimonios que hablaban de «gran fiesta liberadora de
energía y pasiones» y que presenciaron como un grupo de mujeres desvalijaron
una sucursal bancaria y prendieron una hoguera con los muebles y los billetes,
riendo satisfechas al ver cómo se quemaba el dinero.
Aunque
fuera de una forma un tanto idealista, los protagonistas de aquellos hechos
pensaron que, en la medida que las relaciones sexuales fueran más sanas y el
salario menos necesario, la prostitución que, según ellos, tanto degradaba a
las trabajadoras sexuales, tendería a bajar y, a largo plazo, incluso a
desparecer.
«La
verdadera libertad no admite esclavos de ninguna especie –afirmaban las
militantes de Mujeres Libres– la prostituta es una esclava cargada de cadenas y
de miserias […]. El ejemplo más flagrante de la relación existente entre
explotación económica y la subordinación sexual de la mujer». Además, de luchar
por la abolición del comercio sexual, Mujeres Libres elaboró propuestas
innovadoras que condujeran a cambiar la mentalidad, la conducta de género y los
patrones sexuales de los hombres.
La
trotskista Mary Low, en su libro de memorias Cuaderno Rojo de Barcelona,
reproduce la conversación de unos milicianos en el tranvía, tras sorprenderse
por un cartel que reivindicaba el fin de la prostitución. Aquellos hombres, al
acabar de leer la proclama, de lo primero que se preocuparon era de cómo
descargarían sus «impulsos sexuales» si desaparecían las prostitutas. Aunque se
ganara la guerra y se llevara a cabo una revolución social, no creían que las
mujeres se volviesen «tan libres» como para satisfacer sus ganas continuas de
sexo.
No
se les ocurrió analizar que en una sociedad que no estuviera centrada en el
trabajo ni dividida entre tiempo libre y tiempo laboral ni que los seres
humanos estuvieran desposeídos, de los medios de alimentación y producción y
que, en definitiva, las relaciones humanas fueran más compañeras, cómplices y
satisfactorias, las mujeres podrían llegar a tener las mismas ganas, o más, de
hacer el amor que ellos.
Desconocerían
las crónicas de la conquista de América, realizadas por unos escandalizados
colonizadores, que aseguraban que la población indígena pasaba gran parte del
día practicando sexo.
Mary
Low explica que los milicianos siguieron la charla preguntándose qué harían con
las putas que ya existían si se prohibía la prostitución. Dudaban de si habría
forma de cambiarlas, de si aceptarían un trabajo en una fábrica. Uno de ellos
propuso que se convirtieran en enfermeras o que fueran al frente. A lo que otro
replicó afirmando que muchas ya habían estado allí pero que, como no había
ningún tipo de control, muchos soldados se habían contagiado de enfermedades
venéreas.
Trabajadoras sexuales combativas
La
película Libertarias justamente narra la irrupción en un
prostíbulo de un grupo de militantes de la CNT, el cierre del mismo, el
escarmiento a La Madama y a los clientes y el discurso de una anarquista contra
la prostitución y por la revolución. La acción se traslada al frente, donde
militantes y antiguas prostitutas del burdel clausurado, luchan codo a codo,
con otras milicianas y milicianos.
La
implicación de prostitutas en la lucha social no sorprendió al resto del
proletariado. Años atrás, muchas de ellas, habían participado en algunas de las
principales revueltas de Barcelona. Por ejemplo, en 1918, durante la revuelta
del pan, o en 1909, durante la denominada (para la burguesía) Semana Trágica;
en la que las prostitutas llegaron a tener un papel preponderante en la
insurrección, dirigiendo la construcción de barricadas y la quema de iglesias.
«María
Llopis Berges, una célebre prostituta conocida familiarmente como la ‘Quaranta
centims’ dirigía una banda de hombres y mujeres a través del Paralelo; en
primer lugar destrozaron el mobiliario y los cristales de los cafés que se
negaron a cerrar, luego se dedicaron a volcar un tranvía y a atacar a una
patrulla de la Guardia Civil» (Joan Connelly Ullman, La semana trágica,
pag. 50).
El
historiador Agustín Guillamon asegura que, durante la jornada insurreccional
del 19 de julio, algunas prostitutas colaboraron en la lucha contra los
golpistas.
«Si hay revolución, no hay prostitución»
Consigna
de muchos revolucionarios que aseguran que, si se produjera una verdadera
revolución social, no debería haber prostitución porque si hay satisfacción no
hay necesidad de pagar. Otros, les replican que no contemplan casos como el de
algunas personas con diversidad funcional que, sin pareja y sin manos, no
podrían autosatisfascerse e, igualmente, necesitarían ayuda. El debate está
abierto. Los primeros dicen que si el intercambio desaparece, esa ayuda vendría
de parte de la comunidad en su conjunto o que alguien, afectivamente o por mera
satisfacción de dar placer, los ayudaría, los segundos lamentan que, en
momentos insurreccionales, nunca se tengan en cuenta estos asuntos ni a
personas con necesidades diferentes.
Durante
la denominada Guerra Civil Española la prostitución aumentó, justamente,
porque, muy pronto, lo que había empezado como un proceso revolucionario se
transformó en una guerra interburguesa, con sus ejércitos regulares, sus mandos
y sus gobiernos burgueses. Y, como es sabido, en toda guerra, el comercio
sexual aumenta.
En
el libro La prostitución en la España contemporánea, Jean Louis
Guereña señala que nunca antes se había hecho tanto el amor, sin embargo,
asegura que las trabajadoras sexuales también aumentaron. Según el autor, la
necesidades económicas, por un lado –en ocasiones por muerte del marido–, y el
impulso de sentir placeres inmediatos, frente al horror de la guerra,
provocaron el crecimiento del comercio. La mayoría de milicianos, cuando venían
del frente, abarrotaban las calles donde se ofrecían las prostitutas o
«asaltaban» los burdeles que, aunque se cerraron unos, se abrieron otros.
El
diario Liberación de Alicante, en julio de 1937, advertía: «la
prostitución de menores se efectúa a los ojos de quienes no quieren ver las
cosas y se desentienden de ella».
Según
Jean Louis Guereña, en el bando nacional la prostitución se permitía porque en
una sociedad «cimentada en el sillar firmísimo de la familia cristiana; el
burdel seguía siendo considerado claramente como una pieza esencial del orden
moral, la salvaguardia de la virginidad femenina y la tranquilidad de las
familias cristianas. Y como sostenía un jurista en 1944, la supresión de la
prostitución crearía un problema sexual mucho más grave que el de su reglamentación».
El
incremento del comercio sexual se produjo, a pesar del aumento a nivel
internacional de las organizaciones y propagandas abolicionistas y de la
preocupación de Naciones Unidas sobre el tema. Cabe recordar que, en 1935, la
República decretó una medida abolicionista para la prostitución, que fue
recordada al inicio de la contienda bélica.
Mary
Low, en su Cuaderno Rojo de Barcelona, hace referencia a los
grandes carteles con el lema: «Acabemos con la prostitución»:
«La
primera vez que vi un cartel en contra de la prostitución iba bajando las
Ramblas en tranvía. Era la primera mención acerca del tema que veía. Me alegré
mucho de que se ampliaran las perspectivas. El cartel era enorme y cubría toda
una valla. Le llamaba la atención a todo el mundo […]. Las mismas prostitutas
empezaron a preocuparse por sus propios intereses. No pasó mucho tiempo antes
de que se les ocurriera empezar a hacerse valer. Y un día comprendieron que
también ellas tenían cabida en la revolución. Se alzaron contra los patronos a
los que pertenecían los prostíbulos y ocuparon los ‘locales de trabajo’.
Proclamaron su igualdad. Tras una serie de tempestuosos debates, formaron un
sindicato y presentaron una petición de afiliación a la CNT (Confederación
Nacional del Trabajo). Compartían los beneficios igual que cualquier otro
gremio. A partir de ese momento, en lugar de la acostumbrada imagen del
‘Sagrado Corazón’, en los burdeles había colgado un cartel que rezaba: ‘Se
ruega que tratéis a las mujeres como camaradas’».
Como
se mencionaba, anteriormente, las personas que abordaron con más dedicación el
tema de la prostitución fueron las militantes de la agrupación Mujeres Libres,
cuya revista salió a partir de abril de 1936. Sus impulsoras fueron la
escritora Lucía Sánchez Saornil, la abogada y educadora Mercedes Comaposada
Guillén y la médica Amparo Poch y Gascón. En su revista aclaraban: «No luchamos
contra los hombres».
Mujeres
Libres primero abogó por la abolición de la prostitución y más adelante, al
toparse con la imposibilidad de la medida, trabajó por la dignificación de las
trabajadoras sexuales. Afirmando que la prostitución solo sería abolida en el
momento que las relaciones sexuales se liberasen.
El
afán abolicionista de esta agrupación nada tenía que ver con el puritanismo de
otros sectores que promulgaban la prohibición de la prostitución.
A
pesar de que los anarquistas, y revolucionarios en general, tenían muchas
limitaciones –como el no romper con lo heteronormativo y, en muchos casos,
criticar la homosexualidad– intentaron desempolvarse del puritanismo de la
época.
Mujeres
libres, por ejemplo, llamaba a amar fuera del matrimonio por ver a esta
institución burguesa, un símbolo de la sumisión humana al Estado y la
Propiedad.
En
el nº 3 de la revista Mujeres Libres, publicada días antes del
estallido insurreccional de julio de 1936, Amparo Poch y Gascón firmó un
«Elogio del amor libre» que decía que ante:
«La
envilecedora aceptación del matrimonio –contrato y reglamentación de lo
inalienable– surgió ese fruto rojo y redondo, repleto y elocuente, estupendo y
prometedor: el adulterio. Es la protesta natural y humana contra la traba
pesada a lo alado e imponderable; y reivindica como una carcajada fresca, entre
burlona y honrada, el pleno derecho a la libertad de amar, el desbordamiento
sobre todos los cauces artificiales, de la evaluación de la personalidad. […]
Lanza a la vida un nuevo módulo para estimación de tu sexo. La vida está harta
ya de la mujer-esposa, pesada, demasiado eterna, que ha perdido las alas y el
gusto por lo deliciosamente pequeño y por lo noblemente grande; está harta de
la mujer-prostituta, a la que ya no queda sino la raíz escuetamente animal,
está harta de la mujer virtud, seria, blanca, insípida, muda […]. Aprende a
desaparecer y a descargar de tu presencia; y a conocer el valor del ‘yo’ libre.
Sin nada, ni por dinero ni por la paz ni por sosiego… ¡Amor libre!»
Como
en la actualidad, también había una corriente que relativizaba la explotación
que sufrían las prostitutas, equiparándola a otras ataduras salariales o,
inclusive, a la sumisión y disponibilidad hacia un marido que aborrecían. En
1910,, en su artículo «La hipocresía del puritanismo», Emma Goldman ya
explicaba:
«No
existe sitio alguno donde la mujer sea tratada de acuerdo su capacidad, sus méritos,
y no su sexo. Por lo tanto, es casi inevitable que deba pagar con favores
sexuales su derecho a existir o mantener una posición. No es más que una
cuestión de grados el hecho de que se venda a un solo hombre, dentro o fuera
del matrimonio, o a muchos. Aunque nuestros reformadores no quieran admitirlo,
la inferioridad económica y social de las mujeres es la responsable de la
prostitución».
Liberatorios de prostitución
En
un principio a las trabajadoras sexuales se las intentó convencer que dejaran
su profesión, facilitándole educación y ayuda material. Se inauguraron
reformatorios que llamaron Liberatorios de prostitución cuyo objetivo era la
reinserción social a través de distintas líneas de actuación. Primero se
realizaba un tratamiento médico-psiquiátrico y, más tarde, se daba una
formación ética y profesional para que las mujeres pudieran encontrar otro
trabajo. No obstante, «ese otro trabajo», por mucho canto a la colectivización
que hubiera y odas al trabajo en fabricas colectivizadas, no se escapaba de la
explotación. Leer al respecto el libro de Michael Seidman: Hacia una
historia de la aversión de los obreros al trabajo. Barcelona durante la
revolución española, 1936-38. Por lo que, muchas siguieron trabajando en el
comercio del sexo y empezaron a luchar por «liberarse de los liberatorios».
Según
Fernando Díaz-Plaja, por cada mujer que logró «reinsertarse, trabajando en un
taller o una oficina, diez regresaron a su antigua ocupación», bien de forma
autónoma o en prostíbulos.
La
fuerte demanda masculina generaba la oferta y el trabajo en la fábrica, aunque
fuera para La República, no dejaba de ser enajenado.
Francisco
Martínez sostiene que «En Barcelona, lo mismo que en Valencia, la FAI se hizo
con el control de los prostíbulos del barrio chino». En este caso, su objetivo
no fue, por lo que parece, acabar con el comercio sexual. Más bien se trataba
de humanizarlo. Se procuró concienciar a los clientes para que trataran
correctamente a las ‘mujeres públicas’, explicando que cada una de ellas podía
ser su hermana, o su madre. En todo caso, sigue Francisco Martínez, «se trataba
de un oficio que cumplía una ‘función social’».
Según
el historiador Agustín Guillamon los «liberatorios» eran centros donde se
ejercía la prostitución, pero donde también se trataba de convencerlas para que
eligieran otro oficio.
El
entonces responsable de la Sanidad de la Generalitat sostenía: «la prostituta
representa el estadio final de un proceso de desadaptación en su triple
modalidad: social, amorosa, biológica […] Pensábamos instaurar liberatorios de
unas doscientas plazas con apariencia y agrado de hogar –nunca con similitud de
cárcel–».
En
lugares donde el proceso revolucionario llegó más lejos, sí se prohibió,
durante algunos meses, todo comercio sexual.
Al
respecto, Guillamón, en su libro La revolución de los comités,
citando el Boletín de Información CNT-FAI, número 37 (29 agosto 1936),
afirmaba:
«En
Puigcerdá, población fronteriza con el territorio francés, residencia estival
de ‘las castas parasitarias de la aristocracia y la plutocracia españolas’;
numerosos militantes inmigrados de Francia ‘desarrollan sus actividades,
encaminadas a la socialización rápida de las riquezas sociales y naturales. Se
han establecido salarios únicos, sin distinción de categorías y oficios. No hay
obreros en paro forzoso, ni parásitos de ninguna especie’. Se hablaba de
Puigcerdá como de un cantón libertario y de Antonio Martín como del Gobernador
de la frontera, muy elogiado por los libertarios y criminalizado por sus
enemigos. En Puigcerdá se abolió la prostitución y se ‘facilitó trabajo a las
infelices rameras’. La decisión había sido, pues, mucho más radical y profunda
que la lamentable regulación adoptada en Barcelona».
Las enfermedades venéreas y la estigmatización de
prostitutas, milicianas y mujeres en general
Durante
su estancia en el frente, las milicianas sufrirán el paternalismo y el machismo
de los jerarcas militares y líderes cenetistas, que las expulsaron por verlas
portadoras (a ellas y no a los hombres) de enfermedades venéreas y muchos otros
problemas. Conceptos como miliciana, prostitución, mujer y enfermedad venérea
estuvieron muy interrelacionados.
Si
las mujeres en general fueron repudiadas en las trincheras, las prostitutas en
particular fueron perseguidas. Al respecto, Emilienne Morin, la compañera de
Durruti, señala: «Hay un capítulo sobre la columna que me gustaría aclarar, es
totalmente falso que Durruti hiciera fusilar prostitutas. Efectivamente,
llegaron algunas prostitutas por su cuenta y se las hizo regresar a Barcelona
ante los temores de contagio de enfermedades venéreas, eso es todo.»Interviú,
pág. 52 (12-18 de mayo 1977). Entrevista a cargo de Pedro Costa Muste.
En
el frente estaba presente Sanidad Militar, una institución que podía actuar en
cualquier momento; entrar a los locales de una localidad e inspeccionar a las
prostitutas y clausurarlos, si encontraba personal con enfermedades venéreas.
En el boletín de Igualada a las trabajadoras sexuales se las llegó a tildar de
«rebaño de hembras degradadas.»
«El
proceso de descrédito de la figura de la miliciana, a menudo equiparada sin más
o casi a una prostituta, fue, al parecer, general en el seno de la opinión
pública hispana –afirma Jean Louis Guereña–. No constituía el frente, según
parece (o seguía considerándose en función del papel tradicional femenino) un
lugar adecuado para las mujeres, un ejemplo a seguir. Es cierto, no obstante,
que algunas prostitutas más o menos ‘reformadas’ lograron integrarse dentro de
algunas milicias republicanas».
Se
hicieron hasta cómics de propaganda para que los soldados tomasen medidas. Como
muestra la publicación «Hay que evitar ser tan bruto como el soldado canuto».
Publicado por el Comisariado General de Guerra. Se trataba de luchar contra la
prostitución como forma de combatir las enfermedades venéreas.
Fernando
Hernández Holgado, en el libro Mujeres encarceladas: la prisión de
Ventas de la República al franquismo, cita a Regina García: «De las
milicianas y las enfermeras, entre las que figuraban las pobres mujeres que en
otro tiempo ofrecían favores en las calles a altas horas de la madrugada, se
decía que causaban más bajas entre los combatientes que las balas de los
soldados nacionales, por falta de vigilancia sanitaria y la carencia de toda
moral.»
En
el bando nacional, la imagen de las milicianas, era aun peor, Holgado, cita una
infame frase de Antonio Vallejo-Nájera publicada en la Revista
española de Medicina y Cirugía de Guerra, año II, n.º 9, mayo 1939. Este
sujeto, jefe del Servicios Psiquiátricos del ejército de Franco y primer
catedrático de psiquiatría de Madrid, aseguraba: «Si la mujer es habitualmente
de carácter apacible, dulce y bondadoso, débese a los frenos que obran sobre
ella; pero como el psiquismo femenino tiene muchos puntos de contacto con el infantil
o el animal, cuando desaparecen los frenos que contienen socialmente a la mujer
y se liberan de inhibiciones frenatrices de las impulsiones instintivas,
entonces despiértase en el sexo femenino el instinto de crueldad y rebasa todas
las inhibiciones inteligentes y lógicas.»
Rodrigo Vescovi
Ekintza Zuzena nº44
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