Es una obviedad decir que los tiempos han cambiado en los últimos ochenta años. El campo de batalla por excelencia antaño era el mundo del trabajo, entiéndase por ello los campos, las fábricas, los talleres y los grandes centros industriales. En el trabajo la clase trabajadora aprendía, confraternizaba, se convertía en proletariado militante, y en ocasiones llegaba a superar la simple reivindicación reformista de subidas en los salarios o mejoras en las condiciones laborales, para posicionarse a favor de la revolución social. La organización de la clase tuvo muchas opciones, según el país y las condiciones sociopolíticas: el sindicato, el consejo de trabajadores o los soviets. En cualquier caso, las protagonistas llegaron a la conclusión de que las desposeídas de riqueza y medios de producción —la mayoría de la población— tenían que organizarse para defender sus intereses y levantar un mundo mejor. Gracias a dicha iniciativa la burguesía retrocedió —donde no asumió el fascismo—, y en la modernidad (mediados del siglo XX) se pudo vivir algo mejor. Cualquier tipo de avance en las condiciones de vida de los pueblos se ha conseguido a través de organización y lucha.
La historia cuenta que en los países en los que la clase trabajadora estuvo mejor organizada, la confrontación entre clases y los logros revolucionarios subsiguientes fueron mayores. Luego, es cierto, no se llegó a buen puerto, bien porque no se poseía suficiente fuerza, bien por la represión del Estado y la burguesía, o bien porque no se supo superar las posturas más reformistas. [...]
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