Ya que es un hecho que el hombre es un animal social que no puede existir como hombre sino estando en continuas relaciones materiales y morales con los otros hombres, es necesario que estas relaciones sean o de afección, de solidaridad, de amor, o de hostilidad y de lucha. Si cada uno piensa sólo en su propio bien, o en el del pequeño grupo consanguíneo o coterráneo, se encuentra necesariamente en conflicto con los otros y sale vencedor o vencido: opresor si vence, oprimido si es vencido. Las armonías naturales, la natural confluencia del bien de cada uno con el bien de todos son invenciones de la pereza humana, la que más bien que luchar por realizar sus propios deseos imagina que ellos se realizarán espontáneamente, por ley natural. En el hecho, en cambio, el hombre en la naturaleza se encuentra continuamente en oposición de intereses con los otros hombres por la ocupación del sitio más bello o más sano, por la cultivación de los terrenos más fértiles y, a menudo, por las explotación de todas las diferentes oportunidades que la vida social va creando para los unos y para los otros, y por ello la historia humana está llena de violencias, de guerras, de desastres, de explotación feroz del trabajo ajeno, de tiranías y de esclavitudes infinitas.
Si no hubiera habido en el ánimo humano más que este acre instinto de querer prevalecer sobre los otros y aprovecharse de los otros, la humanidad habría permanecido en una condición de bestialidad y no habría sido posible ni siquiera el desarrollo de los ordenamientos históricos y contemporáneos, los cuales, aun en los peores casos, representan siempre una cierta contemporización del espíritu de tiranía con un mínimo de solidaridad social indispensable a una vida algo civil y progresiva.
Pero afortunadamente hay en el hombre otro sentimiento que lo acerca a su prójimo: el sentimiento de simpatía, de tolerancia, de amor, y gracias a este sentimiento, que en grado diverso existe en todos los seres humanos, la humanidad se ha ido civilizando y ha nacido nuestra idea que quiere hacer de la sociedad una verdadera unión de hermanos y amigos que trabajen todos para el bien de todos.
De dónde ha nacido este sentimiento, que es expresado por los llamados preceptos morales y que a medida que se desarrolla niega la moralidad vigente y la sustituye con una moral superior, es investigación que puede interesar a los filósofos y a los sociólogos, pero no cambia nada al hecho, que existe por sí, independientemente de las explicaciones que puede dársele. Que derive del hecho primitivo, fisiológico, del acoplamiento sexual necesario a la continuación de la especie o de la satisfacción que se encuentra en la sociedad de los propios semejantes, de la ventaja que se saca de la unión en la lucha contra el enemigo común y en la rebelión contra el común opresor, o del deseo de reposo, de paz, de seguridad que sienten los mismos vencedores, o más bien, de todas estas y cien otras causas justas, no importa: él existe y en su generalización fundamos nuestras esperanzas para el porvenir de la humanidad.
“La voluntad de Dios”, “las leyes naturales”, “la ley moral”, “el imperativo categórico” de los Kantianos, el mismo “interés bien entendido” de los Utilitaristas, son todas metafisiquerías que “no sacan una araña del agujero”. Ellas representan el plausible deseo de la mente humana de querer explicarlo todo, de querer penetrar en el fondo de las cosas y podrían ser aceptadas como provisorias hipótesis de trabajo para proceder a ulteriores investigaciones, si la mayoría de las veces no fuesen el efecto de esa otra deplorable tendencia humana que nunca quiere confesar la propia ignorancia y se conforma, antes que decir “no sé”, con explicaciones verbales vacías de todo contenido real.
Cualesquiera sea la explicación o la no-explicación preferida, la cuestión queda intacta: es preciso escoger entre el odio y el amor, entre la lucha fraticida y la cooperación fraterna, entre el “egoísmo” y el “altruismo”.
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He dicho altruismo y me parece que ya siento encima de mí el anatema de los “iconoclastas”.
No hay motivo.
Esta discusión ya secular entre “egoístas” y “altruistas” no es en el fondo más que una miserable cuestión de palabras.
Es cosa evidente, admitida por todos, que todo lo que se hace voluntariamente, se hace porque el hacerlo satisface nuestros sentidos, o nuestros gustos o nuestros sentimientos. El más puro de los mártires se sacrifica porque al sacrificarse siente también una satisfacción íntima que lo compensa con usura de los dolores sufridos; y si renuncia voluntaria y conscientemente a la vida es porque a sus ojos hay alguna cosa que vale más que la vida. De aquí que en cierto sentido se puede decir, sin temor de equivocarse, que todos los hombres son egoístas.
Pero en el lenguaje común, que según mi parecer es siempre preferible cuando se puede hacerlo sin generar equívocos, se llama egoísta a aquel que no piensa más que en sí y a sí mismo sacrifica a los otros, y se llama altruista a aquel que en un grado más o menos elevado se preocupa también de los intereses de los otros y hace lo que puede para ayudarles. En suma, el “egoísta” sería el egoísta malo, y el “altruista” sería el egoísta bueno; cuestión de palabras.
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¿Por qué somos anarquistas?
Aparte de nuestras ideas sobre el Estado político y sobre el Gobierno, es decir, sobre la organización coercitiva de la sociedad, que forman nuestra característica específica, y de aquellas sobre el mejor modo de asegurar a todos el uso de los medios de producción y la participación en las ventajas de la vida social, nosotros somos anarquistas por un sentimiento, que es el resorte motriz de todos los sinceros reformadores sociales, y sin el cual nuestro anarquismo sería una mentira o una cosa sin sentido.
Este sentimiento es el amor de los hombres, es el hecho de sufrir con los sufrimientos ajenos. Si yo (hablo en primera persona, pero lo mismo se podría decir de todos los compañeros), si yo como, no puedo comer con gusto si pienso que hay gente que muere de hambre; si compro un juguete a mi niña y me siento feliz de verla alegre, mi alegría pronto es amargada al ver ante la vitrina del mercader a los niños con los ojos muy abiertos por el deseo, que podrían ser hechos felices con una polinchela de unos céntimos y que no pueden tenerlo; si me divierto, mi ánimo se entristece al recordar que hay muchos desgraciados que gimen en las cárceles; si estudio o ejecuto un trabajo que me agrada, siento como un remordimiento pensando que hay muchos que tienen mayor ingenio que yo y están constreñidos a consumir su vida en un trabajo embrutecedor, a menudo inútil y dañoso. Puro egoísmo, como veis, pero de ese egoísmo que otros llaman altruismo, y sin el cual, llámesele como se quiera, no es posible ser realmente anarquista.
No tolerar la opresión, el deseo de ser libre y de poder expandir la propia personalidad en toda su potencia no basta para hacer un anarquista. Esa aspiración a la libertad ilimitada, si no es acompañada por el amor a los hombres y el deseo de que todos los otros tengan igual libertad, puede hacer rebeldes, pero no es bastante para hacer anarquistas: hará rebeldes que, si tienen poder suficiente, se transforman de seguida en explotadores y tiranos.
Errico Malatesta