martes, 26 de mayo de 2015

Anarquismo y revolución

Puede argumentarse, y se ha hecho, que basta sólo con proporcionar un ejemplo alternativo respecto de la sociedad enferma. He oído en una oportunidad a Barnaby Martin defender este punto de vista, y parece constituir la base del Catholic Worker anarquista. Esto es, en verdad, la situación en el caso de los kibutzim de Israel.

Maxime Rodinson ha realizado un útil análisis del kibutz como utopía socialista. Aunque el kibutz es en sí mismo socialista y no stalinista, «por otra parte, tanto bajo el mandato inglés como, en medida aun mayor, en el joven Estado de Israel, este sector socialista dentro del Yishuv palestino formó parte de una estructura social dominada por consideraciones económicas, que no tenía nada de específicamente socialista; predominaba la economía de mercado…». Como dijo un banquero israelí: «Para el mundo exterior, el kibutz se comporta exactamente como una empresa capitalista, y se atiene a sus contratos con mayor fidelidad que un individuo».

Tampoco se trata en este caso de una cuestión de elección. Una comunidad que interactúa económicamente con otra, y depende de ella, debe adaptarse a su pauta de interacción. El kibutz es como el esquizoide: mientras presenta un yo falso, está «sano», es decir, resulta culturalmente aceptable. Tan pronto como desafía la forma de interacción, es decir, tan pronto como la contraviene, se le clasifica como «loco».

Podría quizás argumentarse que debemos aceptar esto y trabajar en pro de la autosuficiencia económica en la Comuna. Pero entonces resultan inevitables dos consecuencias: no se nos tendrá en cuenta, en cuyo caso difícilmente estemos comportándonos en forma revolucionaria, y de todos modos —lo que es quizás más importante— la Comuna morirá por falta de un ambiente favorable y del deseo humano de sociabilidad, pues sus miembros desearán eventualmente entablar nuevas relaciones humanas y después de un tiempo esto significará la extinción, a menos que las nuevas relaciones sean anárquicas y por lo tanto revolucionarias; o el Sistema destruirá a la Comuna, porque el Sistema no puede hacer frente a las desviaciones.

El ejemplo de los mineros bolivianos, citado por Debray para mostrar la inutilidad de las bases fijas, muestra de hecho que dejar la iniciativa en manos del Sistema es invitar a la destrucción. En Inglaterra, tierra de compromisos, es más probable que la comunidad que se segregue, siempre que haya comprado su tierra y pagado por ella y que observe la ley, termine siendo una especie de kibutz.

¿Es éste un fin libertario? No, porque el libertarismo difícilmente exista cuando la Comuna tiene que adaptarse a las exigentes leyes de una cultura autoritaria.

Para que la Comuna sea auténticamente libertaria debe atacar, por lo tanto, al Sistema. No debe hacerlo ridiculizando a los conformistas, sino mediante el «reforzamiento» de su espontaneidad innata, de su deseo de hacer sus propias cosas y ejercer algún control sobre su propia vida —impulso que el Sistema enfrenta mediante el «rostro humano» de la participación (que implica que cuando a uno lo despiden puede agradecer conjuntamente al patrón y a los burócratas sindicales, en lugar de agradecerle sólo al patrón)—. Lo logrará agravando las contradicciones reprimidas en cada alma y llevándolas al punto de explosión, que es el punto de crisis en que el Sistema se quebranta —pero sólo en la medida en que se haya fortalecido suficientemente el deseo de libertad—. En caso contrario, lo único que se obtiene es una acción violenta contra la Comuna.

La Comuna debe atacar, no sólo como demostración de su creencia en la libertad total, sino como acto de autopreservación.

En un punto particular del tiempo, la cultura alcanza una situación revolucionaria. En ese punto, los capitalistas y el PC revisionista se unen y dicen que es demasiado pronto. Un millar de sectas vanguardistas se precipitan en pro de la causa popular, tratan de lograr el control de la liberación de los trabajadores y hacen de ella el triunfo de su facción. En un determinado momento disminuye el ímpetu de la revolución: entonces, como ocurrió con los bolcheviques en Rusia, los vanguardistas toman el control.

¿Por qué? ¿Y cómo es posible evitarlo? Sólo cuando la revolución cesa de ser una insurgencia de protesta contra el statu quo, mezclada con requerimientos de cambio, y llega a constituir una transformación positiva de la sociedad. Trotsky tenía razón al defender «una revolución cuyos estadios sucesivos estuvieran enraizados cada uno en el precedente, y que sólo podrá terminar con la liquidación completa de la sociedad clasista». Pero él no comprendió que la economía no es todo —la piedra fundamental de una sociedad son las actitudes de la cultura—. Los factores económicos pueden alterar radicalmente esas actitudes, pero son los efectos de la revolución sobre las actitudes culturales los que hacen, en última instancia, que ésta triunfe o fracase.

Una revolución es el punto en que una cultura se transforma cuando se produce el quebranto de esa cultura a causa de sus propias contradicciones. Cada cultura tiene contradicciones distintas, aun en el complejo mundo occidental capitalista. Y aciertan quienes nos dicen que cada país debe hacer su propia revolución. Tal como la Comuna es un agente catalítico dentro de la cultura, así lo es una cultura entre otras. Sólo puede ayudar a otras culturas a que hagan sus propias revoluciones, y no guiar a la revolución dentro de sí misma. Yo no acepto la Revolución Mundial —y menos aún la versión stalinista de una liberación que es realmente un imperialismo—. Todas las culturas no llegan a una situación revolucionaria al mismo tiempo. La cultura revolucionaria debe ir avanzando hacia la libertad incluso en presencia de fuerzas circundantes de agresión elitista del Estado. Pero también debe estar preparada para defenderse. Y para estimular a sus vecinos a que encuentren sus propias sendas revolucionarias hacia la libertad, pues no existe ningún otro camino, pese a lo que Kropotkin parecía pensar hacia el fin de su vida. [...]

Anthony Fleming


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