Otro de nuestros modernos fetiches es el sufragio. Y lo es para aquellos que apenas terminaron de combatir en las revoluciones sangrientas que lo instauró, como lo es para aquellos que disfrutaron su reinado llevando su penoso sacrificio al altar de sus omnipotentes dietas. ¡Ay del hereje que ose disentir con esa divinidad!
Las mujeres, aún más que los hombres, son fetichistas, y aunque sus ídolos pueden cambiar, seguirán arrodilladas, con las manos en alto, ciegas siempre ante ese dios con pies de arcilla. De ahí que desde tiempo inmemorial el sexo femenino haya sido el más grande sostenedor de todo género de deidades. De ahí, también, que tuviera que pagar un precio que sólo los dioses exigen, que fue su libertad, sus sentimientos, su vida entera.
La memorable máxima de Nietzche: «cuando vayas con mujeres provéete de un látigo», aunque se la considere demasiado brutal, resulta muy justa para ellas en su actitud hacia sus dioses.
La religión, especialmente la cristiana, la condenó a una vida de inferioridad, a la esclavitud. Torció su íntima naturaleza, sus instintos más sanos, reprimió los impulsos de su alma; sin embargo, la Iglesia no posee un sostén más firme que la devoción de la mujer. Se puede decir, sin temor de ser desmentidos, que la religión habría cesado de existir hace mucho tiempo como un factor preponderante en la vida de las personas, si no fuera por el continuo apoyo que recibe de las mujeres. Las más fervientes devotas, que llenan las iglesias, son mujeres; los más incansables misioneros que viajan por todo el mundo, son mujeres; mujeres que siempre continúan sacrificándose en el altar de los dioses, que encadenaron su espíritu y esclavizaron su cuerpo.
La guerra, el insaciable monstruo, le roba a ella todo lo que es más querido y precioso. Le arranca sus hermanos, sus novios, sus hijos y en pago la sume en la soledad y en la desesperación. Sin embargo, el apoyo más sólido que posee el culto de la guerra procede de la mujer. Ella es la que a sus hijos inspira el anhelo de la conquista y del poder; ella susurra en los oídos de sus pequeñuelos la gloria de la guerra, y cuando mece la cuna del bebé, le duerme musitándole cantos marciales, en los que suenan los clarines y rugen los cañones. Es la mujer la que corona a los victoriosos que regresan de los campos de batalla. Sí, es la mujer la que paga el más alto precio al monstruo insaciable de la guerra.
Llega su turno al hogar. ¡Qué terrible fetiche es! De qué manera va royendo las energías más vitales de la mujer, dentro de esa moderna prisión con barrotes de oro. Los rayos deslumbrantes que despide ciegan a la mujer que ha de pagar el duro precio de esposa, de madre y de ama de casa. Asimismo, se aferra tenazmente al hogar, esa poderosa institución que la mantiene en la esclavitud.
Puede decirse que la mujer, reconociendo cuán dócil y deleznable instrumento es para el Estado y la Iglesia, necesita del sufragio que ha de liberarla. Esto puede ser cierto para una pequeña minoría; mas la mayoría de las sufragistas repudian esta sensata tendencia como algo sacrílego. Al contrario, insisten que al concedérsele el sufragio a la mujer, ella logrará ser una más perfecta cristiana, ama de casa y mejor ciudadana. De este modo el sufragio no es más que un medio para fortalecer la omnipotencia de todos esos dioses que adoró y sirvió desde tiempo inmemorial.
Entonces, ¿qué asombro puede causar que ella vuelva a ser tan celosa, tan devota, como antaño lo fue, y se postre ante el nuevo ídolo, el sufragio? Desde la antigüedad soporta persecuciones, encarcelamientos, torturas y toda forma de sufrimientos con la sonrisa que le ilumina el rostro. Desde la antigüedad espera también con el corazón ligero, el eterno milagro de la deidad del siglo XIX, el sufragio. Una nueva vida, dicha, goces, alegrías, libertad e independencia personal, todo eso y más tiene la esperanza que surja del sufragio. En su ciega devoción, no ve lo que percibieron hace cincuenta años otros intelectos: que el sufragio es un grandísimo daño que cooperó en la esclavización del pueblo; mas ella astutamente cierra los ojos ante la evidencia, en el deseo que su ilusión no se disuelva en el aire. [...]
Emma Goldman
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