¿Qué pasaría si conociéramos la fecha en que vamos a morir? Por que sí, sin ninguna justificación racional, sin ninguna ley que nos condene.
¿Cómo nos sentiríamos si supiéramos que nuestros seres queridos nos van a acompañar en ese instante; que nadie va a escapar a ese holocausto en el que, en esta ocasión, no hay ni víctimas ni verdugos?
El puente de plata hace esta reflexión desde los ojos de un varón mediocre, Ramón. Un trabajador, que se autodefine de izquierdas, que lo único en lo que ha colaborado para cambiar el mundo es en pensar en lo fútil que resulta cualquier acción contra el orden injusto de las cosas. Ramón se despide de la vida con rabia, con odio a todo lo que existe, con asco hacia sí mismo. No hace un cuestionamiento sobre el hecho mismo de la muerte —poco más que un trámite necesario— sino sobre la vida, sobre las diferentes vidas que se pueden desarrollar en el universo en el que hemos nacido.
Los compañeros de viaje de Ramón, familia incluida, desfilan ante él bajo su observación casi obscena, protegido por una distancia necia, tan necia como la existencia que ha llevado.
No hay marcha atrás, cualquier arrepentimiento es inútil; el amor para él es innecesario, aunque cumpliera su papel en un pasado remoto. Toda resistencia ante lo inevitable es un ejercicio infantil que no va a evitar ni a retrasar la cita con la muerte.
En el contexto posible en que se desarrolla la novela lo mejor y lo peor de la naturaleza humana se manifiesta con lágrimas y risas descompuestas. Los contrastes extremos son la forma axiomática de dibujar, en pocas escenas, la compleja idiosincrasia de nuestra especie, que quizá debiera extinguirse para mayor gloria del planeta Tierra.
Edward Martin
No hay comentarios:
Publicar un comentario