viernes, 9 de diciembre de 2016

Siglo XXI nº 17

Este mes de noviembre se han celebrado numerosas charles, conmemoraciones, actos y exposiciones sobre la Revolución Española de 1936 y la figura de José Buenaventura Durruti. Se ha hablado de su labor en el frente hasta su desaparición, de su magnetismo, de su generosidad, de su adhesión incondicional a la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) y a la Federación Anarquista Ibérica (FAI), de su talla moral, de su temperamento, de su desapego de las posesiones materiales, de su arrojo y afán de sacrificio. En la mayoría de las discusiones han flotado las sombras que todavía envuelven su muerte. ¿Lo mataron? ¿Fue un accidente? ¿La bala que segó su vida provenía del frente enemigo? ¿Procedía de fuego amigo? Todo lo expuesto, oído y discutido ha sido interesante y digno de ser analizado y transcrito. Pero hemos echado en falta un acto de duelo, no solo por él y la oportunidad perdida de hacer algo grande, sino por la generación que se desangró en la Guerra Civil, en el exilio y en la represión posterior. Ese duelo es pertinente por su memoria, y también por la ausencia de otras generaciones que debieran haber tomado el testigo de su desenfrenada determinación revolucionaria.

Hoy en día, ochenta años después, al rememorar los hechos de aquellos hombres y mujeres, anarcosindicalistas, anarquistas, o de otras convicciones políticas, que se lanzaron a la calle armados fundamentalmente con sus ideas, sentimos una profunda tristeza ―por ellos sentimos admiración―. Sentimos tristeza por nosotros, pobres timoratos, acomodados a nuestras paupérrimas posesiones, enfrascados en eternos debates y disensos sobre si organizarnos o no, sobre si vamos juntas a una acción o nos auto excluimos, sobre los que nos separa, sin centrarnos en lo que nos une. Nos estamos refiriendo a los libertarios, claro. Durruti disentía pero nunca perdía de vista el horizonte que le animaba a seguir adelante, ni abandonaba a los que compartían su visión del nuevo mundo. En su generación había diferencias de concepto, estratégicas, tácticas, burocracias inadmisibles, pero al final, los luchadores y luchadoras se mantenían en sus puestos de combate, dispuestas a llegar hasta el final.

¿Dónde nos situamos hoy las personas que profesamos el credo ácrata? Perdidas en nuestros pequeños reinos de taifas, en grupos aislados, rodeadas de fieles, alejadas de aquellas que no comparten nuestros postulados. Lamentándonos de lo mal que va todo, pero alimentados en nuestro fuero interno con una soberbia reaccionaria que nos impide avanzar en estrategias colectivas ambiciosas.

Aquella generación de hace ochenta años lo dio todo, lo llevaban dando desde hacía tiempo, lo tenían claro, su vida era la revolución, y esa revolución había que pelearla en el día a día, no se podía llevar a cabo desde el aislamiento sino desde la convergencia de esfuerzos y la grandeza derivada de la humildad del revolucionario honesto.

Nos gusta rememorar a Durruti, a Ascaso, a Jover y a tantas otras personas que estaban imbuidas de ese espíritu transformador que hemos citado. Son un recordatorio permanente de las tareas que no estamos haciendo o estamos haciendo mal. Nunca es tarde porque la historia no tendrá fin mientras haya memoria, pero cada día es una batalla que hay que ganar a la soledad, a la sumisión y al embrutecimiento de la sociedad capitalista. Si lo hacemos de manera colectiva esa batalla será más llevadera.

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